Monday, June 12, 2006

Fragmentos de Joseph Campbell

Fragmentos del capítulo “La aventura del héroe”

Del libro “El poder del mito”, de Joseph Campbell

Un héroe es alguien que ha dado su vida por algo más grande que él mismo.

Hay dos tipos de hazaña. Una es la hazaña puramente física, en la que el héroe realiza un acto de valor en la batalla o salva una vida. El otro tipo de hazaña es espiritual, en la que el héroe aprende a experimentar el espectro supranormal de la vida espiritual humana y después vuelve con un mensaje-

La aventura usual del héroe empieza con alguien a quien le han quitado algo, o que siente que falta algo a la experiencia normal disponible y permitida a los miembros de su sociedad. Esta persona entonces emprende una serie de aventuras más allá de lo ordinario, ya sea para recuperar algo de lo perdido o para descubrir algún elixir que da vida. Usualmente es un ciclo, una ida y una vuelta.

Ritos de pubertad o iniciación en las sociedades tribales primitivas: un joven es obligado a renunciar a su infancia y a hacerse adulto; a morir, podría decirse, en su personalidad y mentalidad infantil, y volver como un adulto responsable.

Evolucionar de esta posición de inmadurez psicológica hasta el valor de la responsabilidad y la seguridad en sí mismo exige una muerte y una resurrección. Es el tema básico y universal del periplo del héroe: salir de una condición y encontrar la fuente de la vida para regresar maduro y enriquecido.

Las pruebas que el héroe enfrenta están destinadas a comprobar si el supuesto héroe lo es de verdad. ¿Está a la altura de su tarea? ¿Puede superar los peligros? ¿Tiene el valor, el conocimiento, la capacidad, que le permiten servir a los demás?

Si comprendes cual es el verdadero problema (perderte a ti mismo, entregarte a algún fin superior), comprender que eso es en sí mismo la prueba definitiva. Cuando dejamos de pensar en primer lugar en nosotros y en nuestra supervivencia, sufrimos una transformación realmente heroica de la conciencia. Y de eso tratan los mitos, de la transformación de una especie de conciencia en otra.

No habría hazañas heroicas si no hubiera un triunfo. Puede existir el héroe que fracasa, pero por lo general se lo representa como una especie de payaso, alguien que pretende ser más de lo que puede ser.

Objetivo moral: el heroísmo tiene el objetivo moral de salvar a un pueblo, o salvar a una persona, o apoyar una idea. El héroe se sacrifica por algo.

Existe un cierto tipo de mito que podría llamarse la búsqueda visionaria, salir en busca de una gracia, una visión, que tiene la misma forma en todas las mitologías. Sales del mundo en que vives y vas a una profundidad o una distancia o una altura. Allí encuentras lo que le faltaba a tu conciencia en el mundo donde antes habitabas. Después se plantea el dilema de aferrarse a eso, y dejar que el mundo se haga mil pedazos, o volver con esa gracia y tratar de conservarla al entrar nuevamente en tu mundo social.

Tenemos las dos clases de héroes: el que elige emprender el viaje y el que no. En una clase de aventura, el héroe parte con una responsabilidad e intencionalidad a realizar la hazaña. Por ejemplo, al hijo de Ulises, Telémaco, Atenea le dijo: “ve a buscar a tu padre”. Después hay aventuras en las que te encuentras metido, por ejemplo, cuando te enrolan en el ejército. No lo querías hacer, pero ya estás ahí. Has sufrido una muerte y una resurrección, te has puesto un uniforme, eres otra criatura. Es un tipo de aventura en la que el héroe no tiene idea de lo que está haciendo, pero de pronto se halla en un territorio transformado.

En estas historias al héroe le sucede la aventura para la que estaba preparado. La aventura es una manifestación simbólica de su carácter.

Nuestra vida desarrolla nuestro carácter. A medida que avanzas descubres más sobre ti mismo. Por eso conviene ponerse en situaciones que hagan surgir tu naturaleza más elevada y no la más baja.

Muchas veces los logros son destruidos por la incomprensión de los seguidores: sales del bosque con oro y se transforma en cenizas. Es un tema habitual en el cuento de hadas.

"Campeones mundiales otra vez, no", artículo de Fernando Iglesias

Uno de los peores efectos a largo plazo del último de los milagros argentinos, en el que pasamos del abismo del 2002 a transformarnos en el país que más crece en el mundo, es la explosión de euforia que ha provocado, con consiguiente pérdida de nuestro ya inexistente sentido de autocrítica.

Lentamente, trabajosamente, cuatro años atrás la sociedad argentina salía de la crisis de la devaluación-pesificación-confiscación intentando hacer un balance de lo sucedido. En algunos casos, como en el del célebre "¡Que se vayan todos!", la actitud era la habitual: autojustificación y búsqueda de chivos expiatorios. Pero también existía una amplia y silenciosa mayoría que, según creo, había llegado a la conclusión crucial de que los periódicos desastres que asuelan el país no eran producto de un complot imperial o de la maldad de Anne Krueger o de una clase política acaso llegada de Marte sino la consecuencia inevitable de los hábitos y prácticas de la mayor parte de los ciudadanos nacionales. Había que cambiar, y para eso, había que ser autocríticos, en primer lugar, con nosotros mismos. Acaso haya sido solamente mi imaginación, pero dos carteles estratégicamente ubicados en el Parque Lezama expresaban con gracia esta posición. El de arriba sostenía el habitual "¡Que se vayan todos!". El de abajo anunciaba: "Ciudadanías italianas y españolas" y un numero de teléfono.

Todo se lo llevó el viento de cola. Hoy, la publicidad del Banco Provincia (sí, el mismo que en manos del duhaldismo menemista extravió millones de dólares en aras de la salvación de la santísima burguesía nacional) nos administra el nuevo mantra: la patria de la corrupción y la entrega se ha marchado para siempre; la ha reemplazado definitivamente un país-en-serio condenado-al-éxito que se dirige sin pausas al destino-de-grandeza que sólo la maldad de los conspiradores le ha impedido alcanzar hasta ahora. Para peor, ahora se viene el Mundial de Fútbol...

Sostiene Aldo Ferrer, aquel ministro de economía de la dictadura de Levingston al que no se le aplican las mismas reglas que a Alterini por formar parte del "Plan Fénix", el mismo que cree que "vivir con lo nuestro" es un programa racional en un mundo globalizado... Aldo Ferrer, decía, ha escrito en su libro sobre la globalización que el hecho de que Argentina haya ganado dos mundiales demuestra cuál es nuestra verdadero potencial cuando el juego se realiza con reglas justas y no es distorsionado por las imposiciones de los más fuertes, como sucede en el contexto económico mundial.

Curiosa teoría. Cualquiera podría responderla señalando que es más fácil amañar un mundial de fútbol que el entero marco económico global, con lo que los dos mundiales que ganamos vendrían a demostrar que a los argentinos nos va bien en el concierto mundial del fútbol porque jugamos bien al fútbol, en tanto nos va pésimo en el de economía porque somos pésimos para trabajar cooperativa y organizadamente como requiere la producción moderna, para no mencionar las peregrinas ideas que se les ocurren a algunos de nuestros economistas.

Alguien más cáustico daría vuelta la cuestión, señalando que los dos mundiales ganados por Argentina demuestran que el universo del fútbol es cualquier cosa menos un ámbito neutro en el que reina el fair play. En efecto, el triunfo del ’78 se obtuvo en un país que era aún poco más que un gran campo de concentración y con una victoria (6-0 sobre Perú) más que dudosa. En cuanto al otro, el de Méjico ’86, se logró después de que Argentina eliminara a Inglaterra utilizando en beneficio propio y gracias a acuerdos nunca bien especificados la célebre mano de Dios.

Desde que la dictadura se terminó y Bilardo se fue de la selección ya no me da vergüenza ver los partidos e hinchar, moderadamente, civilmente, por la selección argentina. Bielsa y sus equipos no han ganado nada importante pero han hecho más por el país que Maradona y Bilardo. Lo han representado dignamente en un mundo que desconfía de él con buenas razones y brindado a la población local un ejemplo de juego limpio completamente opuesto al ganar-cueste-lo-que-cueste que predomina en la ética bilardista y en la vida cotidiana de los argentinos, con consecuencias que no hace falta mencionar.

En este aspecto, Pekerman es un buen continuador. Sus equipos ganan y pierden limpiamente, dignamente, lo que no es poco. En junio, frente al televisor, me pondré muy contento si los veintitrés que eligió hacen un buen papel. Pero campeones del mundo no, por favor. Ya lo fueron Videla en el ’78 (y siguió lo que siguió, incluido un amago de guerra con Chile) y Alfonsín en el ’86 (y tuvimos el tercer movimiento histórico y los carapintadas, las Felices Pascuas y la hiperinflación).

Sorín, muchachos: campeones del mundo no, por lo que más quieran. Háganlo por la Patria si no lo hacen por mí.

"¿Hinchas o ciudadanos?", artículo de Fernando Iglesias

A pocos días del Campeonato Mundial de Fútbol de Alemania subsisten dos gigantescas confusiones. La mayoría de las personas creen que se trata de un evento mundial. Otras, más desorientadas aún, creen que se trata de un campeonato de fútbol.

Nada de eso. Por razones opuestas a aquellas por las cuales Frank Sinatra no es un cantante de fama internacional sino mundial, ya que las naciones-estado no han intervenido en modo alguno en su estrellato, el campeonato de fútbol a disputarse en 2006 en Alemania no es “mundial” sino inter-nacional. Después de una década en la que las ciencias sociales no hablan de otra cosa que de la globalización no está de más subrayar la diferencia. En cuanto a la pretensión de que el objeto principal de Alemania 2006 sea el fútbol, invito al lector a hacer el siguiente experimento mental: suponga que las selecciones sean disueltas y sus integrantes mezclados utilizando el conocido método de la “pisadita”. Digamos: un equipo cosmopolita capitaneado por Ronaldinho, otro por Riquelme, otro por Zidane, y así. Pregunto: ¿vería alguien alguno de los partidos de fútbol que se disputasen independientemente de su calidad técnica, que difícilmente sería inferior al desastroso espectáculo que suelen ofrecer los mundiales? Con lo cual llegamos a una inevitable conclusión: de lo que se trata en Alemania 2006 no es del mundo ni del fútbol, sino de las naciones y el nacionalismo.

Durante semanas, personas que carecen de toda habilidad física, que nunca se han puesto pantalones cortos y que ignoran el significado de la palabra “rabona” dirán cosas como “Le ganamos a Inglaterra” o “Hicimos tres goles”. Exiliados políticos se reunirán frente el televisor para alentar a la selección de su país con mayor entusiasmo aún que los déspotas que en casa saben que se juegan a los penales buena parte de su caudal político. Seres humanos ninguneados por sus gobiernos nacionales y carentes de todo derecho concreto a nivel mundial se sentirán poderosos e importantes si “su” selección llega a las semifinales. Y después del Mundial, cuando las miserias cotidianas vuelvan a hacerse visibles, todos denunciaremos a la responsable: la demoníaca globalización depredadora. ¿No es maravilloso?

Grandes negocios globales desarrollados gracias a la adscripción identitaria a una pertenencia nacional: ¿no recuerda esto el orden presente del mundo? En tanto, dos grandes postulados que es tabú criticar sustentan el delirio sobre el que se asienta el “Mundial”. El primero asegura que el nacionalismo es intrínseco a la cultura humana, idea muy similar a la que de quienes alegaban hace algunos que las naciones-estado serían imposibles de formar dado que nada uniría a sicilianos y lombardos, y también a la de quienes hace medio siglo señalaban como utópica la unidad europea ya que después de tres guerras nada ni nadie uniría a franceses y alemanes.

El segundo postulado “mundialista” es que el nacionalismo crea ciudadanía, es decir: solidaridad y cohesión social. Quienes esto crean no tienen más que mirar al gran pentacampeón mundial de la historia del fútbol, Brasil, uno de los pocos países del mundo más nacionalistas que la misma Argentina y el segundo en desigualdades de la tabla mundial, detrás de Sierra Leona. En cuanto a su cohesión social, ha quedado bien ejemplificada por la reciente guerra civil desatada entre el estado y las mafias de la droga.

Por otra parte, ¿ha sido la nacionalista Europa de principios de siglo más justa e igualitaria que la supranacional Europa de postguerra? ¿Son los Estados Unidos de Bush, surgidos de la tragedia del 11 de Septiembre e indudablemente más nacionalistas que antes de ella, más fraternos que los de los noventa presididos por Clinton? Que lo digan los ancianos europeos y los negros de New Orleans.

Nada de esto importa. Ciego a toda evidencia histórica, el nacionalismo seguirá insistiendo en que exaltar la pertenencia a la Nación es condición ineludible de un país solidario. Por donde llegamos directamente a la escuela argentina, en la que se administra el catecismo nacionalista con la misma metodología que cualquier catecismo, esto es: antes de que el damnificado goce del uso de razón crítica. Entran los chicos, se iza la bandera y se canta “Alta en el cielo, un águila guerrera...”. Salen los chicos, se baja la bandera y se canta “Alta en el cielo, un águila guerrera...”. Seis feriados nacionalistas y uno solo civil (el 1º de mayo) rigen el calendario escolar. No satisfechos con un día patrio, los argentinos tenemos dos. Las cátedras de Historia nacional y Geografía nacional ocupan tres cuartas partes del programa. A ellas se destacan los mejores profesores, en tanto a Educación Cívica (o como le hayan puesto en los últimos meses) es asignada la sobrina del director, que está estudiando abogacía. ¿Cómo asombrarse de que los alumnos salgan de esta escuela sabiendo de memoria los accidentes de la costa patagónica pero ignorándolo todo sobre el Renacimiento y la geografía de Asia? ¿Qué tiene de sorprendente esa obsesión tan argentina por el pasado nacional, que se revela impiadosamente tanto en la lista de best sellers como en el debate político de estos días, obsesión curiosamente relacionada con la ignorancia absoluta de las reglas republicanas que gobiernan una democracia?

Basta mirar el trato que reciben en este país sus ciudadanos más vulnerables y repasar sus estadísticas de distribución de la riqueza para comprobar las diferencias que median entre ciudadanía y nacionalismo. La mayor parte de los argentinos ignora la diferencia entre diputados y senadores pero cree que embanderar la casa-quinta sobre la que no pagan impuestos o el taxi con el que cruzan semáforos en rojo es un acto de patriotismo que hace que el país sea mejor de alguna manera. Proponga usted una educación menos nacionalista en las escuelas, como la que se aplica –digamos- en los países escandinavos, y los mismos que sostienen que el nacionalismo es una propiedad intrínseca del alma humana (¿por qué insistir con él, entonces?) lo acusarán de traidor a la Patria haciendo uso de una inteligencia similar a la de esa insigne diputada que necesita ver 8 segundos la bandera en pantalla para identificar la procedencia nacional de una película.

He aquí las razones de la abrumadora pasión mundialista que invade el país, largamente superior a la de cualquier otro lugar del mundo con la probable y significativa excepción de Brasil: una escuela que no produce ciudadanos sino fanáticos de la selección argentina. Que se preparen ya los artefactos de TV en los que nuestros chicos verán sus encuentros no es más que una simple admisión de culpas preexistentes. Lo verdaderamente triste es que les será difícil distinguir entre las clases habituales y los partidos de fútbol.